Entiendo que todo se puede aprender. No que todos puedan aprender todo, porque jamás yo lograría aprobar cierta asignatura de mi juventud universitaria; que todo se puede aprender. Que es aprendible, que el ser humano, como raza, es capaz de alcanzar todo lo posible. También en la escritura. Yo escribo porque leo, no por otra razón mayor: ya lo he dicho muchas veces. Y ciertos escritores son mis maestros en sus libros. Luego, he tenido mucha suerte. De esos escritores, muchos viven. Y he conocido a alguno, y alguno ha leído mis tonterías, y alguno me ha presentado, y alguno me ha enseñado en ciertos cursos. Julio Llamazares es de estos últimos. No le gusta eso de dar clases de escritura, por eso no lo hizo. Por eso se pasó dos días enteros hablando del paisaje. Y de paso, de escribir. Y lo hizo en Tabanera de Cerrato, un pueblo palentino mágico. Y por allí estuvimos, y por allí escribí este relato, que ahora he recordado al rebuscar entre mis archivos. Y me ha gustado leerlo otra vez, y esta vez lo comparto. Quizá solo para mí, quizá sea solo paisaje html de huerta y adobe. Quizá.
Hoy
vuelvo a Tabanera y la veo igual que la primera vez: negra, dormida. La
carretera, negra, solo es sombra. Porque la noche es sombra y la luz
artificial de mi coche alumbra igual que
cuando era niño.
Hoy
vuelvo a Tabanera y me siento igual que la primera vez, y única: negro,
dormido. La carretera es la misma y la recuerdo igual que el resto de ellas:
uniforme y aburrida. Porque de noche, en un coche, siempre he notado todo
uniforme y aburrido.
La primera vez
que fui a Tabanera fue de paso, y mi padre conducía. Y era de noche y todo
parecía negro, y era sombra. Yo estaba atrás leyendo, quizás, un tebeo de
Mortadelo. Si no lo hacía me quejaba y convertía el viaje en un imposible. Y si
era de noche, la luz de atrás tenía que estar encendida para soportar la
insolencia de mi juventud. Daba igual que así fuera mucho más difícil conducir.
Tenía que leer o leer: no daba otra opción.
Mi
lectura se interrumpió cuando el coche se paró repentinamente. Los chistes de
Mortadelo se transformaron en una discusión entre mis padres. Se habían perdido
en un cruce de caminos. La carretera se dividía y los carteles no les
convencían. El sonido de la manivela de la ventana dio paso a una pregunta:
—¿Perdone?
¿Para dónde a Palencia? —dijo mi madre.
Un
hombre, no muy lejos, que sostenía con su espalda una casa de adobe y piedra,
señaló a un lado en silencio.
Luego
mi padre arrancó y murió. Murió porque del otro lado se acercó otro coche que
nos arrolló y que no había visto por culpa de mi luz. Y con su muerte nació mi
culpa. Y soportar la culpa del fallecimiento de un padre a los ocho años es,
quizás, más difícil que si de verdad ese hombre tuviera que soportar en su
espalda aquella casa de adobe y piedra iluminada por las luces de nuestro
Renault.
Ahora
acabo de cumplir treinta años y vuelvo a Tabanera por primera vez desde aquel
día y la veo igual: negra y dormida. Vuelvo porque el azar me había llevado
allí en forma de curso de escritura y, aunque nunca había dicho en voz alta ese
nombre, conduje tres horas por una carretera aburrida para volver a ver
Tabanera negra y dormida. Y para volver a ver a un paisano sujetando una casa
de adobe y piedra al lado del mismo cruce que cambió mi vida para siempre y me
convirtió en un hombre negro y dormido. Apenas un minuto antes de entrar
encendí la luz dentro del coche. No sé porqué. No quiero saber porqué. Al
menos, o por desgracia, quién sabe, nadie se cruzó en mi camino, solo mi padre
y su recuerdo.